El pequeño Gabriel, de sólo siete años, andaba muy triste.
El ambiente de su casa,
que siempre estuvo lleno de paz, amor y alegría, ya no era el mismo.
Desde algún tiempo
notaba que sus padres peleaban mucho. Apenas se hablaban y, cuando eso ocurría,
era para discutir.
Gabriel y sus hermanos,
Clarita y Vinícius, poco más mayores que él, se quedaban quietecitos en el
cuarto, con el corazón apretado de preocupación, sin saber lo que hacer para
ayudar.
Un día, los padres
peleaban tanto que el padre salió de casa golpeando la puerta con estruendo, y
la madre se quedo llorando mucho en su habitación.
Gabriel no conseguía
pensar en nada más. No estudiaba, no jugueteaba, no conseguía hacer sus deberes
y estaba yendo mal en la escuela.
Hacía dos días ellos
habían peleado y el padre aún no hube vuelto para casa. Su madre parecía una
sombra, siempre con los ojos hinchados de tanto llorar.
Mamá, ¿papá no va a
volver?, preguntó, preocupado con la situación.
La madrecita lo abrazó
con cariño y sonrió, afirmando:
Claro que sí, hijo
mío. Él está muy ocupado con el trabajo, por eso no ha venido para casa. No te
preocupes. Todo va bien.
Pero Gabriel sabía que
nada iba bien. Y él pensaba: “¿Qué será de nosotros si papá no vuelve? ¿Como
quedará nuestra vida? ¿Será que a él no le gustamos más?”
Pero no encontraba
respuesta para esas preguntas. Sin embargo, él sabía que necesitaba hacer
alguna cosa.
Se acordó de que su
madre acostumbraba a decir que Dios siempre tenía una respuesta para darnos
delante de los sufrimientos, y que si a buscáramos en las palabras de Jesús,
encontraríamos el socorro deseado.
Entonces Gabriel cogió
el Evangelio, abrió una página cualquiera, seguro de que Jesús ciertamente lo
ayudaría mostrando el camino. A ciegas, colocó el dedito en un lugar de la
página. Sus ojos se fijaron en la frase donde había colocado el dedo, y leyó:
“Quién pide, recibe; quién busca, halla; y a quien toca a la puerta, ella se
abrirá.”
Con los ojos muy
abiertos, leyó la frase varias veces. ¡Sí! ¡Mamá tenía razón! Jesús le había
mandado la respuesta. Entendió que tendría que orar pidiendo lo que deseaba, y
que encontraría un medio de resolver la situación de los padres.
Gabriel comenzó a orar,
pidiendo a Dios que no permitiese que su familia fuese destruida.
Todas las veces que se
acordaba del problema, él repetía la oración.
Aquella noche él
consiguió dormir más tranquilo.
Por la mañana temprano,
despertó con una “idea luminosa” en la cabeza. Cogió lápiz y una hoja de cuaderno
y escribió un pasaje para el papá, en estos términos:
“Querido Carlos, yo te
amo. Necesitamos hablar. Yo te espero en aquel restaurante que la gente siempre
va, a las ocho horas de la noche. Un beso, Fernanda.”
Escribió otra nota
igualita, sólo intercambiando los nombres, como se fuera el papá invitando a la
mamá para un encuentro. Miró las notas, contento con él mismo. Después, todo
alegre, dejó la nota para la madre en la puerta de la calle, para que ella lo
encontrara al abrirla.
Se arregló para ir a la
escuela y, cuando fue a tomar café, notó que la madre ya estaba más animada.
En la salida de la
escuela, pasó por el edificio donde su padre trabajaba, que era bien cerca, y
dejó la nota al portero para entregarsela. Enseguida, se puso a orar para que
su plan fuese bien.
Por la tarde, su madre
avisó a los hijos que iba a salir un poco por la noche, fue al salón a
arreglarse.
Gabriel no había
contado nada a los hermanos, que extrañaron el comportamiento de la madre.
¿Dónde será que va ella?
Por la noche, la madre
apareció en la sala, ya toda arreglada y perfumada, avisando:
No voy a tardar.
Cerrar bien la puerta y no salgáis de casa.
Más tarde, cuando
volvió, los hermanos tuvieron una gran sorpresa: el papá la acompañaba.
Carlos abrazó a los
hijos, con mucho amor. Después de matar la nostalgia, el padre dijo a los
niños:
Mis hijos, hoy yo
noté el mal que os estaba causando a vosotros. Mamá y yo hablamos de vosotros y
decidimos nunca más pelear. Buscaremos acertar nuestras diferencias, de aquí en
delante, dialogando en paz. Hoy comprendemos que, si existe amor, no hay nada
que no se pueda resolver.
Paró de hablar, enjugó una lágrima y
prosiguió:
Y eso nosotros lo
conseguimos gracias a Gabriel, que encontró la manera segura de aproximarnos de
nuevo.
Y contó delante de
Clarita y Vinícius, que oyeron sorprendidos lo que el hijo había hecho.
Muy admirado, Gabriel
preguntó:
¿Pero como vosotros
descubristeis que fui yo?
Todos rieron cuando los
padres mostraron las notas que habían recibido.
Aquella letrita, la
misma en las dos notas, y tan conocida, ¡sólo podía ser de Gabriel!
El niño estaba
avergonzado por haber sido descubierto. Y el padre, desordenándole los
cabellos, dijo emocionado:
Todos nosotros
tenemos que agradecer a nuestro Gabriel, que supo resolver la situación.
Gabriel sonrió,
satisfecho y aliviado, y contó:
Agradézcanle a Jesús.
¡Fue él quien me mostró el camino!
FIN.
FIN.
Tía Celia.
Traducción: ISABEL PORRAS GONZÁLES - isy@divulgacion.org
Fuente: El Consolador - Revista Semanal de Divulgación Espírita.
Autora: Célia Xavier Camargo.
Las historias relacionadas
aquí fueron retiradas, en su mayoría, del periódico Seara Espírita, de
responsabilidad del Grupo Espírita Seara do Mestre, publicación mensual,
actualmente con 50.000 ejemplares, y otras fueron creadas por evangelizadores
para sus clases de evangelización. Fuente:
http://www.searadomestre.com.br/
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