sábado, 4 de agosto de 2012

En el Camino de Emaus



Cleofás y un compañero caminaban por un camino que conducía a una aldea llamada Emaus, distante once kilómetros de Jerusalén. Hacían el trayecto a pie, como era costumbre en aquella época entre las personas sin recursos.

Mientras caminaban, ellos iban hablando. Se sentían amargados. Jesús había sido crucificado y ellos relataban sobre los trágicos acontecimientos que habían ocurrido y lamentaban la muerte del Maestro que nunca más podría estar con ellos.

Así decían, cuando se aproximó un hombre y comenzó a caminar al lado de ellos, pero ellos estaban tan angustiados que no se preocuparon en mirar directo para él y por eso no notaron que era Jesús.



Entonces, el hombre les dijo:

¿Sobre qué están ustedes hablando? ¿Y por qué están tristes?

Cleofás, tomando la palabra y hasta un poco irritado por la intromisión del desconocido, le dijo sorprendido:

¿Qué? ¿El señor es tan extranjero en Jerusalén que no sabe lo que ha pasado allí en estos últimos días?

¿Qué?, indaga el extraño.

Y los dos seguidores del Maestro respondieron:

Sobre Jesús Nazareno, que fue un profeta poderoso delante de Dios y de todo el pueblo, y de qué modo los sacerdotes y nuestros senadores lo entregaron para ser condenado a la muerte y lo crucificaron. Ahora, esperábamos que fuese él el Mesías y que rescatase a Israel. Mientras, después de todo esto, este es el tercer día que las cosas sucedieron. Por otro lado, algunas mujeres, seguidoras del Maestro, fueron hasta su tumba y no lo encontraron, declarando que habían visto ángeles que afirmaban que habían visto que él estaba vivo.

Entonces el hombre les dijo:

¡Oh insensatos y lentos de corazón, para creer en todo lo que los profetas dijeron! ¿No era preciso que el Cristo sufriese todas esas cosas y que entrase así en su gloría?

Y, comenzando por Moisés y después por todos los profetas, ellos les explicaban lo que habían dicho de él las Escrituras.

Cuando estaban cerca de la aldea para donde iban, él dio muestras de que iba más lejos.

Los dos amigos, sin embargo, lo convencieron a parar, diciendo:

Quédese con nosotros. Ya es tarde y el día está terminando. Es peligroso andar por estos caminos por la noche.

El desconocido, pensando que tenían razón, se decidió a quedarse con ellos.

Se sentaron para cenar. Estando con Cleofás y su compañero en la mesa, él tomó el pan, bendiciéndolo y, habiéndolo partido, les dio.



En ese momento, sentados delante de él, a la luz de una antorcha, pudieron verlo mejor. Sus ojos se abrieron y ellos lo reconocieron.

¡Es Jesús!,dijeron al mismo tiempo.

Sus corazones latían descompasados, y una gran alegría les inundaba su interior. ¡Mal podían creer en tan gran felicidad!

Aun, fue sólo un momento. Enseguida, el Maestro desapareció delante de ellos.

¿Cómo no lo reconocimos? – dijo uno al otro.

Con todo, la verdad es que sentimos el corazón templado en cuanto él nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras.

Estaban eufóricos. Se levantaron en el mismo instante y volvieron para Jerusalén. Necesitaban contar a todos lo que les había ocurrido en el camino y como ellos reconocieron a Jesús al partir el pan.

Un gran bienestar los dominaba. Se sentían ahora confiados y seguros como jamás estuvieron. ¡El Maestro estaba vivo! Él no murió en la cruz. Volvió para dar la última lección de la inmortalidad del alma, confirmar todo lo que les había enseñado, mostrando a sus discípulos que la muerte no existe.


(Adaptación del cap. 24:13 a 35 del Evangelio de Lucas.)


Tía Celia.

Traducción: ISABEL PORRAS GONZÁLES - isy@divulgacion.org

Fuente: El Consolador - Revista Semanal de Divulgación Espírita.
Autora: Célia Xavier Camargo.


Las historias relacionadas aquí fueron retiradas, en su mayoría, del periódico Seara Espírita, de responsabilidad del Grupo Espírita Seara do Mestre, publicación mensual, actualmente con 50.000 ejemplares, y otras fueron creadas por evangelizadores para sus clases de evangelización.  Fuente: http://www.searadomestre.com.br/

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