Dejando la selva donde
vivía, un macaquito se aventuró por otros lugares. Estaba hambriento.
Los hombres destruyeron
la selva, y el suelo quedó árido, seco, sin vegetación. Derrumbaron los
árboles, después colocaron los enormes troncos en camiones que, resonando
mucho, los llevaron para lejos; el resto fue quemado.
Y el macaquito así como
los otros animales y aves, fueron obligados a abandonar sus refugios,
procurando un lugar donde se pudieran recoger.
Pronto encontró un
sitio bonito con grandes árboles. En medio de un césped, había una casa
simpática, rodeada de flores. Un hombre salió de casa y, acompañado por un
perro, fue a trabajar con la creación. El dio comida hablando con los animales:
gallinas, patos, cerdos y caballos; después cogió leche de la vaca. Para cada
uno tenía una palabra amable.
El macaquito decidió
que iba a vivir allí.
Teniendo coraje, se
aproximó con cuidado. El perro, sintiendo su presencia, se puso a buscar y fue
en su rastro ladrando feroz.
A los gruñidos,
asustado, rápidamente el macaquito subió a un árbol y se quedó escondido en
medio del follaje.
¿Qué pasa, Pingo?
¿Viste alguna cosa? – preguntó el dueño al perro.
Debajo del árbol, el
perro continuaba ladrando sin parar, mirando para lo alto. Aproximándose el
dueño miró para arriba y vio al macaquito que se estremecía de susto.
Eh, es sólo un
macaco, Pingo. Déjalo en paz.
En unos días el hombre
vio al macaquito que se aproximaba cada vez más. Una mañana, al despertar,
encontró al animalito buscando restos de comida en el terreno.
Lleno de compasión,
cogió unas bananas y las dejó sobre el muro de la cerca.
Arisco, el animalito
sólo se aproximó después que el hombre entró en la casa.
De ese día en adelante,
todas las mañanas el hombre dejaba algunas bananas para el nuevo amigo. Le puso
el nombre de Miquito.
Él se habituó a tener
la presencia del animal cerca cuando estaba trabajando.
En medio de su
plantación, él tenía algunas bananeras. Hombre bueno, pero severo, él le avisó:
Miquito, yo no admito
que robes mis árboles de bananas. ¿Entendiste?
El macaco lo miró y dio
un grito estridente, como si hubiese entendido.
A pesar de esa
recomendación, el hombre comenzó a percibir que alguien estaba revolviendo sus
bananeras. De vez en cuando, una rama desaparecía.
¿Eres tú quien está
robando mis bananas, Miquito?
Con sus ojos de
persona, pequeños y abiertos, el macaco miraba para el amigo y balanceaba la
cabeza negativamente.
Con dudas, el hombre se
calló, pero no sabía qué pensar. ¿Quién más podría estar robando sus bananas?
Cierta noche cayó una
gran tempestad. El viento fuerte agitaba los árboles, mientras rayos y truenos
cortaban el aire. Los animales estaban muy agitados, temerosos. En la cerca
nadie durmió.
A la mañana siguiente,
cuando el dueño despertó, vio el destrozo que el temporal hizo. Los árboles
habían sido arrancados, el depósito se quedó sin tejado, y en el terreno estaba
todo fuera de lugar.
Cogiendo su vieja
camioneta, decidió ir a la ciudad a buscar material para hacer los arreglos.
Había recorrido algunos
centenares de metros, cuando vio a Miquito que, al lado del camino, lo
acompañaba saltando de árbol en árbol. El animalito gritaba alto, desesperado,
como si quisiera hablar con él.
El hombre paró el
vehículo y descendió.
¿Qué esta pasando,
Miquito? ¿Por que ese alboroto?
Pero el macaquito
continuaba gruñendo, mirando y apuntando para el camino. Después cogió la mano
del dueño y la empujo, como si quisiera que él lo acompañase.
Curioso, el hombre lo
acompañó y, después de una curva, con sorpresa vio el destrozo que la lluvia
hizo: ¡el puente fue completamente destruido!
El río, agitado
mostraba una gran corriente por las fuertes lluvias que cayeron en la región.
Él cogió a Miquito en el pecho, abrazándolo:
Si no hubiera sido
por ti, amigo mío, a esta hora habría caído al río. Gracias.
Volviendo al terreno,
el dueño fue a hacer una visita en las plantaciones, para verificar los
destrozos. En eso encontró a un joven que salía de un pequeño lugar que hiciera
para guardar herramientas.
¿Qué estás haciendo
en mí propiedad? ¿Y por qué estás con esa rama de bananas en los brazos? –
preguntó serio.
Muy avergonzado, el
joven explicó:
Vivo aquí cerca y
estamos pasando necesidades. Entonces, cuando no tenemos nada para comer, vengo
aquí y cojo una rama. Ayer fui sorprendido por la lluvia y el viento, siendo
obligado a resguardarme aquí. Acabé durmiéndome y sólo desperté ahora. El señor
me perdone, pero no soy un ladrón.
Condolido de la
situación del joven, pensó: - ¿Y si fuese yo el que estuviese pasando hambre y
necesitara robar para comer?
Se acordó de Jesús
cuando afirmó que debemos hacer a los otros todo lo que nos gustaría que los
otros nos hicieran.
El hombre procuró saber
dónde vivía él y, después, lo dejo ir llevando la rama de bananas. Enseguida se
volvió para el macaco, y dijo:
¡Y yo pensé que
fueses tú el ladrón de bananas! Fui injusto y me arrepiento. ¿Tú me perdonas,
amigo?
Miquito, gritando
feliz, saltó al pecho de él, despeinándole los cabellos.
Más tarde, el hombre
fue hasta la casa del joven y, confirmando la situación de miseria en que él
vivía con la madre y dos hermanos menores, propuso:
Estoy necesitando de
un ayudante en el terreno. ¿Quieres trabajar conmigo?
El muchacho sonrió,
agradecido a Dios por la ayuda que les había mandado.
Y el hombre, ahora con
la conciencia tranquila, volvió para el terreno con su amigo Miquito, seguro de
que Jesús estaba contento con él.
Tía Celia.
Traducción: ISABEL PORRAS GONZÁLES - isy@divulgacion.org
Fuente: El Consolador - Revista Semanal de Divulgación Espírita.
Autora: Célia Xavier Camargo.
Las historias relacionadas
aquí fueron retiradas, en su mayoría, del periódico Seara Espírita, de
responsabilidad del Grupo Espírita Seara do Mestre, publicación mensual,
actualmente con 50.000 ejemplares, y otras fueron creadas por evangelizadores
para sus clases de evangelización. Fuente:
http://www.searadomestre.com.br/
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