Carlos y Luisa se
sentían extremadamente desanimados y sufriendo. Su único hijo, Octavio, un niño
de seis años de edad, falleció repentinamente víctima de una dolencia
incurable.
Inconformes, Carlos y
Luisa buscaban explicación para su dolor. ¿Por qué fue a ocurrir esto con
ellos? Octavio era un niño bueno, obediente, cariñoso, un verdadero ángel caído
del cielo. ¿Por qué Dios lo retiraba de sus brazos, de los padres que lo amaban
tanto?
Así, rebelados,
buscaban consuelo en todos los lugares y de todas las formas, sin encontrar
alivio o respuesta para sus sufrimientos.
Cierto día, ellos
entraron en una Casa Espírita, a pesar de no creer en nada. Oyeron el
comentario evangélico y después tomaron pases. De alguna manera, se sintieron
más aliviados.
Terminada la reunión,
el dirigente fue a hablar con ellos. Así, le contaron sobre la muerte del niño.
Luisa, profundamente rebelde, terminó su relato diciendo:
Desde ese día, y ya
van seis meses, no tuvimos más paz o alegría de vivir. Sereno, el responsable
por la reunión los miró apenado y preguntó:
¿No creen en la
inmortalidad del alma?
Sorprendido el
matrimonio cambiaron una mirada, mientras Luisa exclamaba:
¡Nunca pensamos en
eso!
Con una sonrisa tierna,
el espírita consideró:
Pues es bueno que
comiencen a pensar en esa posibilidad. El Espíritu es inmortal y sobrevive a la
muerte del cuerpo físico. ¡Su querido hijo Octavio está más vivo que nunca!
Con el corazón latiendo
rápido y los ojos brillantes de esperanza, Luisa preguntó:
¿El señor tiene
seguridad de eso?
Absoluta. Ciertamente
necesita de la ayuda de ustedes. Sus lágrimas no deben estar haciéndole bien a
él. Es probable que esté sufriendo mucho.
¿Qué hacer entonces,
para ayudarlo? – preguntó la madre, preocupada.
Oren por él. Procuren
acordarse de las cosas alegres, de los momentos felices que tuvieron y, quién
sabe, un día podrán encontrarse.
El bondadoso anciano
les dio algunas explicaciones necesarias sobre la Doctrina Espírita y, antes
que se retirasen, les entregó algunos libros cuya lectura podría ofrecerles
nociones más claras y precisas.
Carlos y Luisa dejaron
el Centro Espírita con una nueva esperanza.
A partir de aquel día,
Luisa pasó a hacer oraciones por el hijito desencarnado, pidiendo siempre a
Jesús que, si fuera posible, le permitiese verlo nuevamente.
Cierto día se adormeció
en llanto. Hacía exactamente un año que su hijo volvió al mundo espiritual.
Luisa se vio en un
bonito jardín, todo florido, y donde muchos niños jugaban despreocupados.
Se sentó en un banco
para observarlos cuando vio a alguien caminando a su encuentro: era Octavio.
Llena de alegría lo
abrazó, feliz. Él estaba de la misma forma; no cambió en nada.
Después de los primeros
besos y abrazos, Octavio le habló con cariño:
Mamá, estoy muy bien.
No llores más porque yo también me quedo triste. Tus oraciones me han ayudado
mucho.
¡Ah! ¡Hijo mío, que
felicidad! ¡Qué pena que estoy soñando!
No, mamá, estamos
encontrándonos de verdad.
Cogiendo una rosa del
jardín, él se la ofreció a la mamaíta, despidiéndose:
Para ti, mamá, con
todo mi amor. Da un beso a papá.
¡No te vayas, hijo
mío! – suplico, afligida.
Es necesario que me
vaya ahora. No te preocupes, mamá. Yo volveré para tus brazos.
Ayuda a otros niños
necesitados. ¡Hasta pronto!
Despertando, Luisa no
contuvo las lágrimas de emoción. Estuvo con Octavio. Que pena que sólo fuera un
sueño.
Cual no fue su espanto,
no obstante, cuando mirando para la mesita de cabecera, vio una bella rosa. La
misma que su hijo le dio, aun con gotas de rocío en los pétalos, como si
hubiese sido cogida hacía poco.
Tomando la flor entre
los dedos, enternecida, la llevó a los labios, mientras el pensamiento se
elevaba en una oración de agradecimiento al Creador por la dádiva que le
concedió.
Entendió el mensaje.
Ahora ya no podría dudar de la inmortalidad del alma y su corazón se lleno de
alivio y paz.
Algún tiempo después,
en las tareas a que se vinculó en el auxilio a las familias necesitadas de unas
chabolas de la ciudad, recibió a un niño cuya madre falleció al dar a luz, y
cuyo padre no era conocido.
Llena de compasión,
Luisa tomó en los brazos al recién nacido y, al abrazarlo en su pecho, una onda
de amor la envolvió. En aquel momento, ella decidió llevarlo para la casa y
adoptarlo como hijo del corazón.
Sin saberlo, Luisa
recibía, con ese gesto generoso, a su querido hijo Octavio que, gracias a la
Misericordia Divina, volvía a sus brazos amorosos como hijo del corazón.
FIN.
FIN.
Tía Celia.
Traducción: ISABEL PORRAS GONZÁLES - isy@divulgacion.org
Fuente: El Consolador - Revista Semanal de Divulgación Espírita.
Autora: Célia Xavier Camargo.
Las historias relacionadas
aquí fueron retiradas, en su mayoría, del periódico Seara Espírita, de
responsabilidad del Grupo Espírita Seara do Mestre, publicación mensual,
actualmente con 50.000 ejemplares, y otras fueron creadas por evangelizadores
para sus clases de evangelización. Fuente:
http://www.searadomestre.com.br/
Click aquí para escuchar el audio de esta historia:
Click aquí para escuchar el audio de esta historia:
No hay comentarios:
Publicar un comentario