sábado, 4 de agosto de 2012

La Bendición de La Fe




Carlos y Luisa se sentían extremadamente desanimados y sufriendo. Su único hijo, Octavio, un niño de seis años de edad, falleció repentinamente víctima de una dolencia incurable.

Inconformes, Carlos y Luisa buscaban explicación para su dolor. ¿Por qué fue a ocurrir esto con ellos? Octavio era un niño bueno, obediente, cariñoso, un verdadero ángel caído del cielo. ¿Por qué Dios lo retiraba de sus brazos, de los padres que lo amaban tanto?  

Así, rebelados, buscaban consuelo en todos los lugares y de todas las formas, sin encontrar alivio o respuesta para sus sufrimientos.

Cierto día, ellos entraron en una Casa Espírita, a pesar de no creer en nada. Oyeron el comentario evangélico y después tomaron pases. De alguna manera, se sintieron más aliviados.

Terminada la reunión, el dirigente fue a hablar con ellos. Así, le contaron sobre la muerte del niño. Luisa, profundamente rebelde, terminó su relato diciendo:

Desde ese día, y ya van seis meses, no tuvimos más paz o alegría de vivir. Sereno, el responsable por la reunión los miró apenado y preguntó:

¿No creen en la inmortalidad del alma?

Sorprendido el matrimonio cambiaron una mirada, mientras Luisa exclamaba:

¡Nunca pensamos en eso!

Con una sonrisa tierna, el espírita consideró:

Pues es bueno que comiencen a pensar en esa posibilidad. El Espíritu es inmortal y sobrevive a la muerte del cuerpo físico. ¡Su querido hijo Octavio está más vivo que nunca!

Con el corazón latiendo rápido y los ojos brillantes de esperanza, Luisa preguntó:

¿El señor tiene seguridad de eso?

Absoluta. Ciertamente necesita de la ayuda de ustedes. Sus lágrimas no deben estar haciéndole bien a él. Es probable que esté sufriendo mucho.

¿Qué hacer entonces, para ayudarlo? – preguntó la madre, preocupada.

Oren por él. Procuren acordarse de las cosas alegres, de los momentos felices que tuvieron y, quién sabe, un día podrán encontrarse.

El bondadoso anciano les dio algunas explicaciones necesarias sobre la Doctrina Espírita y, antes que se retirasen, les entregó algunos libros cuya lectura podría ofrecerles nociones más claras y precisas.

Carlos y Luisa dejaron el Centro Espírita con una nueva esperanza.

A partir de aquel día, Luisa pasó a hacer oraciones por el hijito desencarnado, pidiendo siempre a Jesús que, si fuera posible, le permitiese verlo nuevamente.

Cierto día se adormeció en llanto. Hacía exactamente un año que su hijo volvió al mundo espiritual.

Luisa se vio en un bonito jardín, todo florido, y donde muchos niños jugaban despreocupados.

Se sentó en un banco para observarlos cuando vio a alguien caminando a su encuentro: era Octavio.

Llena de alegría lo abrazó, feliz. Él estaba de la misma forma; no cambió en nada.

Después de los primeros besos y abrazos, Octavio le habló con cariño:

Mamá, estoy muy bien. No llores más porque yo también me quedo triste. Tus oraciones me han ayudado mucho.

¡Ah! ¡Hijo mío, que felicidad! ¡Qué pena que estoy soñando!

No, mamá, estamos encontrándonos de verdad.

Cogiendo una rosa del jardín, él se la ofreció a la mamaíta, despidiéndose:

Para ti, mamá, con todo mi amor. Da un beso a papá.

¡No te vayas, hijo mío! – suplico, afligida.

Es necesario que me vaya ahora. No te preocupes, mamá. Yo volveré para tus brazos.

Ayuda a otros niños necesitados. ¡Hasta pronto!

Despertando, Luisa no contuvo las lágrimas de emoción. Estuvo con Octavio. Que pena que sólo fuera un sueño.

Cual no fue su espanto, no obstante, cuando mirando para la mesita de cabecera, vio una bella rosa. La misma que su hijo le dio, aun con gotas de rocío en los pétalos, como si hubiese sido cogida hacía poco.

Tomando la flor entre los dedos, enternecida, la llevó a los labios, mientras el pensamiento se elevaba en una oración de agradecimiento al Creador por la dádiva que le concedió.

Entendió el mensaje. Ahora ya no podría dudar de la inmortalidad del alma y su corazón se lleno de alivio y paz.

Algún tiempo después, en las tareas a que se vinculó en el auxilio a las familias necesitadas de unas chabolas de la ciudad, recibió a un niño cuya madre falleció al dar a luz, y cuyo padre no era conocido.

Llena de compasión, Luisa tomó en los brazos al recién nacido y, al abrazarlo en su pecho, una onda de amor la envolvió. En aquel momento, ella decidió llevarlo para la casa y adoptarlo como hijo del corazón.         

Sin saberlo, Luisa recibía, con ese gesto generoso, a su querido hijo Octavio que, gracias a la Misericordia Divina, volvía a sus brazos amorosos como hijo del corazón.

FIN.


Tía Celia.

Traducción: ISABEL PORRAS GONZÁLES - isy@divulgacion.org

Fuente: El Consolador - Revista Semanal de Divulgación Espírita.
Autora: Célia Xavier Camargo.


Las historias relacionadas aquí fueron retiradas, en su mayoría, del periódico Seara Espírita, de responsabilidad del Grupo Espírita Seara do Mestre, publicación mensual, actualmente con 50.000 ejemplares, y otras fueron creadas por evangelizadores para sus clases de evangelización.  Fuente: http://www.searadomestre.com.br/

Click aquí para escuchar el audio de esta historia:

No hay comentarios:

Publicar un comentario