Había un hombre que
poseía una pequeña área de tierra, pero de suelo fértil y dadivoso.
Dueño de profunda e
envidiable fe, nuestro hombre no se cansaba de alabar a Dios por toda la
creación y por las dádivas de la naturaleza, siempre tan pródiga.
El terreno vecino era
habitado por un hombre muy pobre, pero muy trabajador. Él no poseía nada, pero
trabajaba tanto que ni siquiera tenía tiempo de pensar en Dios. Creía en su
esfuerzo personal y en todo aquello que sus brazos podían realizar.
Y pensando así, desde
el amanecer hasta el atardecer, allá estaba él preparando el terreno, abonando,
plantando y arrancando las hierbas dañinas que se mezclaban con la buena
simiente.
El otro lo criticaba
por la falta de religión y le decía:
¡No sé como puede
dejar de alabar a Dios! ¡Vea la belleza del cielo con sus astros, la grandeza
de la naturaleza que nos concede sus dádivas! Agradezco a Dios todos los días y
le pido a Él que me ayude porque sé que no dejará de oír mis palabras.
El incrédulo sonreía,
asentía con la cabeza y le pedía permiso, retirándose:
Ahora no tengo
tiempo. El sol ya está poniéndose y necesito regar mi huerta y dar grano a mis
gallinas.
Y el creyente allí se quedaba, condolido por
la falta de fe del vecino y sentado bajo un árbol, contemplando las primeras
estrellas que ya comenzaban a surgir, absorto ante la majestuosa obra del
Creador.
El tiempo fue pasando y
la propiedad del creyente fue cambiando de aspecto.
Donde antes existía una
plantación vigorosa, ahora los matojos lo invadían, sofocando las pocas
simientes que se obstinaban por nacer. La cerca estaba toda rota y la huerta
destruida por las gallinas que penetraban por los agujeros, y por los pajaritos
que, no encontrando oposición, se comieron las plantas existentes.
En el terreno de
frutas, sin cuidados, las frutas maduraron en las ramas, sin nadie que las
cogiese, pudriéndose cayendo al suelo, sirviendo de pasto para los gusanos e
insectos.
En fin, el aspecto era
de abandono y desolación. La suciedad tomaba cuenta de todo. En el terreno de
al lado, sin embargo, todo era diferente. Las plantas, bien cuidadas, hacían la
alegría de su dueño. Las hortalizas y legumbres producían bastante, propiciando
abundante alimentación, además de la venta en el mercado del excedente de la
producción.
Las frutas cogidas y
almacenadas le dieron buen dinero y, con la renta, aumentó la hacienda, la
pinto muy bonita y aun compró algunas vacas.
El creyente, sin
entender lo que ocurría, preguntó al incrédulo:
No sé porqué mi propiedad
está yendo tan mal, mientras la suya, que era un terreno malo y lleno de
piedras, está tan bonita. ¡No lo entiendo! Soy fervoroso creyente en Dios.
Jamás dejé de cumplir mis obligaciones religiosas y siempre he suplicado la
ayuda de nuestro Maestro Jesús.
Haciendo una pausa,
preguntó, algo desorientado:
¿Será que Él me
olvidó?
A lo que el incrédulo
respondió:
Alabar a Dios en el
interior del corazón es muy importante, pero creo que “Él” no desprecia el trabajo.
Dijiste que mi tierra era mala y llena de piedras, pero lo que sé es que
trabajé mucho. Para el suelo, use como abono el estiércol que tus animales
tiraban en mi terreno por encima de la cerca, volviéndolo más fértil y
mejorando la producción. Con las piedras que quité del suelo, hice una cerca
más fuerte y resistente al asedio de los animales.
No tengo mucho tiempo
para dedicarme a Dios, pero creo que olvidaste una lección muy importante que
fue dejada hace mucho tiempo atrás por Jesús de Nazaret, que dices amar.
¿Cuál es?, preguntó
al creyente fervoroso.
¡Ayúdate a ti mismo
que el cielo te ayudará!
Avergonzado, el
creyente bajo la cabeza, reconociendo que el otro tenía razón y que él, que se
juzgaba tan superior al vecino, aprendía con él una lección de vida,
extraordinaria.
Entendió entonces que
es mucho más importante tener fe en Dios, pero esto no basta. Es necesario
transformar en obras las lecciones recibidas.
El Evangelio de Jesús,
que él predicaba tanto, estaba sólo en su cerebro, no en su corazón.
Fue preciso que
alguien, que ni siquiera tenía tiempo de alabar a Dios, le abriese los ojos y
recordar la lección inolvidable del Maestro de Nazaret:
Ayúdate a ti mismo
que el cielo te ayudará!
FIN.
FIN.
Tía Celia.
Traducción: ISABEL PORRAS GONZÁLES - isy@divulgacion.org
Fuente: El Consolador - Revista Semanal de Divulgación Espírita.
Autora: Célia Xavier Camargo.
Las historias relacionadas
aquí fueron retiradas, en su mayoría, del periódico Seara Espírita, de
responsabilidad del Grupo Espírita Seara do Mestre, publicación mensual,
actualmente con 50.000 ejemplares, y otras fueron creadas por evangelizadores
para sus clases de evangelización. Fuente:
http://www.searadomestre.com.br/
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