sábado, 4 de agosto de 2012

El Creyente Desorientado




Había un hombre que poseía una pequeña área de tierra, pero de suelo fértil y dadivoso.

Dueño de profunda e envidiable fe, nuestro hombre no se cansaba de alabar a Dios por toda la creación y por las dádivas de la naturaleza, siempre tan pródiga.

El terreno vecino era habitado por un hombre muy pobre, pero muy trabajador. Él no poseía nada, pero trabajaba tanto que ni siquiera tenía tiempo de pensar en Dios. Creía en su esfuerzo personal y en todo aquello que sus brazos podían realizar.

Y pensando así, desde el amanecer hasta el atardecer, allá estaba él preparando el terreno, abonando, plantando y arrancando las hierbas dañinas que se mezclaban con la buena simiente.

El otro lo criticaba por la falta de religión y le decía:

¡No sé como puede dejar de alabar a Dios! ¡Vea la belleza del cielo con sus astros, la grandeza de la naturaleza que nos concede sus dádivas! Agradezco a Dios todos los días y le pido a Él que me ayude porque sé que no dejará de oír mis palabras.

El incrédulo sonreía, asentía con la cabeza y le pedía permiso, retirándose:

Ahora no tengo tiempo. El sol ya está poniéndose y necesito regar mi huerta y dar grano a mis gallinas.

Y el creyente allí se quedaba, condolido por la falta de fe del vecino y sentado bajo un árbol, contemplando las primeras estrellas que ya comenzaban a surgir, absorto ante la majestuosa obra del Creador.

El tiempo fue pasando y la propiedad del creyente fue cambiando de aspecto.

Donde antes existía una plantación vigorosa, ahora los matojos lo invadían, sofocando las pocas simientes que se obstinaban por nacer. La cerca estaba toda rota y la huerta destruida por las gallinas que penetraban por los agujeros, y por los pajaritos que, no encontrando oposición, se comieron las plantas existentes.

En el terreno de frutas, sin cuidados, las frutas maduraron en las ramas, sin nadie que las cogiese, pudriéndose cayendo al suelo, sirviendo de pasto para los gusanos e insectos.

En fin, el aspecto era de abandono y desolación. La suciedad tomaba cuenta de todo. En el terreno de al lado, sin embargo, todo era diferente. Las plantas, bien cuidadas, hacían la alegría de su dueño. Las hortalizas y legumbres producían bastante, propiciando abundante alimentación, además de la venta en el mercado del excedente de la producción.

Las frutas cogidas y almacenadas le dieron buen dinero y, con la renta, aumentó la hacienda, la pinto muy bonita y aun compró algunas vacas.

El creyente, sin entender lo que ocurría, preguntó al incrédulo:

No sé porqué mi propiedad está yendo tan mal, mientras la suya, que era un terreno malo y lleno de piedras, está tan bonita. ¡No lo entiendo! Soy fervoroso creyente en Dios. Jamás dejé de cumplir mis obligaciones religiosas y siempre he suplicado la ayuda de nuestro Maestro Jesús.

Haciendo una pausa, preguntó, algo desorientado:

¿Será que Él me olvidó?

A lo que el incrédulo respondió:

Alabar a Dios en el interior del corazón es muy importante, pero creo que “Él” no desprecia el trabajo. Dijiste que mi tierra era mala y llena de piedras, pero lo que sé es que trabajé mucho. Para el suelo, use como abono el estiércol que tus animales tiraban en mi terreno por encima de la cerca, volviéndolo más fértil y mejorando la producción. Con las piedras que quité del suelo, hice una cerca más fuerte y resistente al asedio de los animales.

No tengo mucho tiempo para dedicarme a Dios, pero creo que olvidaste una lección muy importante que fue dejada hace mucho tiempo atrás por Jesús de Nazaret, que dices amar.

¿Cuál es?, preguntó al creyente fervoroso.

¡Ayúdate a ti mismo que el cielo te ayudará!

Avergonzado, el creyente bajo la cabeza, reconociendo que el otro tenía razón y que él, que se juzgaba tan superior al vecino, aprendía con él una lección de vida, extraordinaria.

Entendió entonces que es mucho más importante tener fe en Dios, pero esto no basta. Es necesario transformar en obras las lecciones recibidas.

El Evangelio de Jesús, que él predicaba tanto, estaba sólo en su cerebro, no en su corazón.

Fue preciso que alguien, que ni siquiera tenía tiempo de alabar a Dios, le abriese los ojos y recordar la lección inolvidable del Maestro de Nazaret:

Ayúdate a ti mismo que el cielo te ayudará!

FIN.


Tía Celia.

Traducción: ISABEL PORRAS GONZÁLES - isy@divulgacion.org

Fuente: El Consolador - Revista Semanal de Divulgación Espírita.
Autora: Célia Xavier Camargo.


Las historias relacionadas aquí fueron retiradas, en su mayoría, del periódico Seara Espírita, de responsabilidad del Grupo Espírita Seara do Mestre, publicación mensual, actualmente con 50.000 ejemplares, y otras fueron creadas por evangelizadores para sus clases de evangelización.  Fuente: http://www.searadomestre.com.br/

Click aquí para escuchar el audio de esta historia:

No hay comentarios:

Publicar un comentario